Contar una historia con la voz del otro.

GUILLERMO SACCOMANNO

Contar una historia con la voz del otro

Publicado el 3 de Julio de 2011

Por Mónica López Ocón
Un maestro es un libro de no ficción que narra en primera persona la vida de Orlando “Nano” Balbo, compañero del servicio militar del escritor. Ambos se reencuentran muchos años más tarde. Una saga personal en la que se condensan los duros años de la última dictadura, el dolor y el exilio.

En 1969 Guillermo Saccomanno conoció a Orlando “Nano” Balbo en la Patagonia, en el cuartel donde ambos hicieron la conscripción. A pesar de las afinidades y el acercamiento que vivieron durante esos tiempos difíciles, dejaron de verse luego de la baja. Nano fue secuestrado el 24 de marzo de 1976. Logró sobrevivir a la tortura en la cárcel de Rawson, pero a causa de ella quedó sordo. Muchos años después, accidentalmente, Saccomano tuvo noticias de él, a quien creía desaparecido. Se produjo el reencuentro y de él nació Un maestro, un libro de no ficción, que es “una historia de lucha, una lección de vida”. De acuerdo al pacto establecido, Nano contó y Saccomano escribió. El resultado fue una obra que narra la militancia, la prisión, el exilio y, sobre todo, la tarea docente profundamente transformadora que, de acuerdo con las enseñanzas de Paulo Freire, hizo Nano a su regreso entre los mapuches en la desolada localidad de Huancal. Esta epopeya personal, que se entrelaza con lo colectivo, enfrentó al escritor al desafío de dejar de lado su propia voz, para permitir que sea otro el que asuma la palabra.
–Conociste al Nano Balbo durante la colimba. ¿Por qué fue para vos tan importante esa experiencia?
–Fue muy particular. Yo laburaba desde los 16 años y tenía calle, estudiaba, vivía en Mataderos, tenía formación política, militancia, venía de una familia con un padre sindicalista, pero como pibe porteño que venía del trotskismo, para mí fue un shock aparecer de repente  en Junín de los Andes. Más allá de cierto clima épico, era un contraste muy grande con lo que era mi realidad urbana. Fue una colimba muy feroz. Estuve un año y algo adentro.
–La discusión política fue muy importante en ese período, ¿no es así?
–Sí, conocí a muchos pibes. Muchos éramos estudiantes, proveníamos de una militancia y manteníamos discusiones políticas fuertes a escondidas. Entre estos pibes, principalmente hubo uno que nos marcó: Diego Frondizi, militante de las FAP, acribillado en el ’71. Tenía una formación política muy sólida. Fue uno de los primeros muertos cercanos, murió tratando de salvar a un compañero. Diego nos cambió la perspectiva de lo que creíamos que podía ser la liberación, la lucha política, si bien a diferencia de muchos de nosotros era partidario de la lucha armada. Entre estos pibes, muchos del interior, estaba Santiaguito, como le decíamos nosotros, Orlando el Nano Balbo. Yo me enteré que le decían el Nano recién cuando me reencontré con él.
–¿Cómo era el Nano?
–En la colimba era un pibe más bien tímido, de campo, que escuchaba con interés nuestras discusiones, pero siempre desde un lugar de asombro porque los porteños le parecíamos muy avasallantes. Era muy gaucho, muy compañero, muy solidario. Había  establecido una amistad muy fuerte con Diego, con quien fue maestro en una escuela del Ejército. Éramos oficinistas en la plana mayor, con ciertos privilegios. Si cometíamos alguna trapisonda, nos mandaban al calabozo, pero a la mañana siguiente nos debían liberar para que volviéramos a nuestros puestos de trabajo en la oficina a laburar con los expedientes. Era una colimba brava, porque el sur era un destino de castigo.  Por un lado se pagaba o compensaba doble a los militares, pero era de castigo porque muchos de ellos estaban castigados por algún tipo de delito y muchos sancionados políticamente. Varios de los oficiales que nos tocaron estuvieron vinculados a la represión en el golpe de Estado. El jefe de compañía que compartíamos con Balbo, era hijo de Fernández Suárez, el fusilador que denuncia Rodolfo Walsh. Con el Nano nos hicimos amigos en este contexto. Con algunos pibes porteños me seguí viendo, pero de él tuve más tarde la información de que estaba desaparecido, detenido o muerto. En San Martín tenía que dar una charla sobre Fuentealba. Se me acerca un maestro y me dice: “Te manda saludos el Nano Balbo.” “¿Está vivo?”, le pregunté.  “Sí, es maestro.” “Quiero verlo, quiero comunicarme ya, dame el teléfono.” “No, no podés –me frenó–  quedó sordo por las torturas.”  Establecí contacto con él por mail.
–Y luego se encontraron
–Sí, pero si nos encontramos no fue para recordar nostálgicamente como tanto facho que anda por ahí, sino para ver qué había sido de nuestras vidas. Si nos encontramos teníamos que hacer algo en común. Eso nos propusimos. Me invita a Neuquén a dar un Taller para Docentes de ATEN, y laburar con la CTA, organizamos una convocatoria de historia de vida de trabajadores. Empezamos a conectarnos. Otra vez me invitó para un 24 de marzo a Chosmalal, conocí a su hija Candela, que si hubiera sido varón se hubiera llamado Diego por Diego Frondizi. Me contó toda su historia y le dije que debía hacer algo con eso. Me ofrecí a ayudarlo, más en una situación de justicia pendiente que es el juicio que él espera para declarar. Me dijo: “Yo cuento, vos escribís”. Se vino a Buenos Aires,  estuvo una semana. Yo lo grababa durante 5 horas por día.  Yo estaba contento con el reencuentro, pero había una cuestión de revalidación histórica de una generación en esto. No había que quedarse en los ’70 de la melancolía, sino contar la historia de alguien que siguió adelante, que fue coherente con sus ideas.
–Supongo que para vos también se jugaba algo relacionado con la escritura.
–Sí, además había algo desde lo literario: romper con la literatura. Yo sé que puedo escribir alguna buena novela, pero trabajar con otro era una cosa distinta.
–Es decir que significaba hacer una experiencia totalmente diferente de la que hiciste en tu última novela, El oficinista.
–Sí, era hacer todo lo contrario. Lo que me interesa de la literatura es experimentar, que no se te parezcan dos libros, y patear el tablero de la “literatura del yo”, pero ahora con la voz del otro. Creo que después de El buen dolor, este es el libro me puso en mayor situación de riesgo, por que ya no se trataba sólo de la historia, sino de cómo yo procesaba la historia del otro. Cuando trabajás con otro, que además no es una figura del show, ni del espectáculo, de la política sino un maestro, un militante que ha puesto el cuerpo en la historia, un cuerpo lastimado, herido por la tortura, si bien el Nano nunca especula con esto, te encontrás frente a algo diferente.  El trabajo me imponía una reflexión constante.  Recordaba  todo el tiempo Un hombre afortunado, de John Berger que habla  del médico rural John Sassal quien se curaba a sí mismo curando a otros. Porque mi impresión era que la experiencia que hace el Nano en Neuquén es una experiencia sanadora: él se da a los mapuches, los mapuches se dan a él,  y a él de alguna manera eso lo resarce de lo que vivió mientras estuvo preso. Muchos le debían favores porque él no cantó bajo la tortura. Cuando vuelve del exilio le ofrecen cargos políticos y prebendas,  no sólo porque se lo merecía, sino también porque había algo de culpa. Pero él no entra en el juego.  Está en contacto con Jaime de Nevares, con Noemí Labrune, que juntos han sido los fundadores de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos en Neuquén en plena dictadura, y le proponen ir a la comunidad de Huncal, de 2500 habitantes
–Emociona leer esa experiencia.
–Si te emocionó, misión cumplida. No te puedo explicar lo que era cuando te contaba las historias él y cuando lo acompañé al lugar.  El viaje se nos frustró 2 o 3 veces por las condiciones adversas del clima, la lluvia blanca, hasta nos ofrecieron ir en helicóptero. Lo conocí a Don Huaico, el lenguaraz que vive en una tapera, abandonado de la mano de Dios, y que me miraba con desconfianza. Fuimos hasta el colegio, recorrimos todo. Lo que Nano realiza allí se basa en la experiencia de Paulo Freire. La experiencia de enseñanza fue realmente transformadora, porque antes los engañaban con facilidad. Llegaban los mercachifles a llevarse la lana por dos mangos, emborrachando antes a los mapuches que eran sometidos a distintos grados de humillación y sometimiento. Por ejemplos los propietarios de la tierra iban corriendo de  a poco los alambrados y los despojaban.
–Retomando lo de la ruptura que significó este libro, creo que de todos modos hay un gran trabajo literario. La escena con la que comienza, en que el Nano camina con su padre que le cuenta su propia infancia y que con la excusa de ir a cazar se meten en las estancias para que el padre haga una tarea política con los peones, me recordó al primer Ítalo Calvino.
–Bueno, sí, ahí está la literatura. Porque yo podría haber comenzado diciendo “mi padre vino del Piamonte… bla... bla…”, pero eso era  Novecento. No. La historia arranca con un pendejo que camina con el padre por las estancias. Le pregunté a Nano: “¿Te gusta?” Le gustó y lo dejé. Todo fue consensuado.
–Para seguir con los autores italianos, creo también que hay una reminiscencia de Primo Levi, sobre todo en la falta notoria de adjetivación, en ese afán de “objetividad” que resulta siendo más efectivo que una declaración de principios.
–Sí, porque lo realmente importante, lo sustancial, es el hecho.  Odio la especulación desde los Derechos Humanos. Hay un tipo de adjetivación que resulta algo así como un panegírico de la inmolación. Yo no estoy trabajando con un héroe de estampita, no necesito adjetivar.  Y además creo que el adjetivo es homicida en este caso.  Lo que cuenta, es la experiencia. Los escritores que me gustan son aquellos que practican la política de la restricción y del ascetismo. Otro libro valioso, que leí de adolescente, fue Biografía de un cimarrón, del escritor y antropólogo cubano Miguel Barnet Lanza, que conoció a un negro que había luchado junto a José Martí y contó su historia de vida.  Creo que la historia de vida, el testimonio, es un género literario. Aprendí mucho dando mi taller. Yo quería ser maestro pero mis padres no me dejaban. Y después de muchos años, pasé por la carrera de Letras y cuando me puse a dar el taller, me di cuenta que era yo el que estaba aprendiendo.
–El libro tiene una tensión novelesca, pero el apéndice documental que se incluye al final es como un recordatorio de que lo que se contó es verdadero.
–Podría haberlo terminado sin incluir ese apéndice documental, pero el libro habría quedado ficcionalizado en el peor sentido. Adscribo a la idea de que  uno debe escribir en contra de sí mismo, y de esta manera me aseguraba que lo documental fuera en contra de lo novelesco. Era como decir: “Guarda, que acá están los datos ciertos.” También hubo alguna noticia intertextualizada dentro del relato. Cuando vino el dossier, fue el momento más de mierda. Este libro termina denunciando la complicidad civil, lo que dice Noemí Labrune al final, es así. Dos viejitos van a la misma panadería: uno es el torturador y otro es la víctima.
–Y también está  el hecho de que muchos represores se mueren en libertad, sin llegar a ser enjuiciados.
–Claro. El libro opera como denuncia, pero no fue el único objetivo. Tiene uno mayor, que fue mostrar un ejemplo de vida. Lo que le da sustento a la ética es precisamente toda la mierda que la rodea.
–Se ha escrito mucho sobre la militancia de los ’70, pero creo que no tanto sobre alguien que, como el Nano Balbo,  no estaba a favor de la lucha armada.
–Claro. Una vez conversamos bastante con el Nano de la muerte de Aramburu. Le pregunté “¿Es asesinato o ejecución?”  En un punto es ejecución, pero al no estar de acuerdo con el aventurerismo político de la lucha armada, el Nano advierte que uno es vanguardia en tanto y en cuanto lo reconocen como vanguardia. En los últimos informes internos a Montoneros, Walsh dice que los intelectuales deben volver a la máquina de escribir, los obreros a las fábricas. No sé, es un libro raro.  Y me dejó raro. Hubo un hecho en la vida que transformó lo literario, entonces lo literario pasa ser una cuestión existencial.
–¿Y cómo te ves volviendo a escribir ficción?
–Siempre estoy escribiendo ficción. Trabajo en una novela que transcurre en una villa como Villa Gesell, donde hubo once denuncias de abuso en un Jardín de infantes hace tres años y todavía no se resolvió. He trabajado mucho con los docentes estos años, y me parece que los intelectuales debemos dar la gran batalla en las aulas. Esto es una bajada de línea, sin ningún reparo. Uno será muy progre, pero ¿para quién estás escribiendo, para las chetas del country? También quisiera escribir un libro sobre el asesinato de Fuentealba. Cuando tirás del piolín de un  delito político, caen las conexiones entre el hampa, el petróleo, la prostitución, la corrupción del Estado. La historia de la muerte de  Fuentealba, es sumamente conmovedora. Él no estaba de acuerdo con esa huelga. Y era un maestro, como el Nano.

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