SE ESTRENÓ "LA PIEL QUE HABITO". ANTONIO BANDERAS: "ME RECORDARÁN POR MIS FILMES CON PEDRO ALMODÓVAR"/ UNA CRÍTICA: SUPERFICIE DE PLACER

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LUEGO DE 21 AÑOS, ANTONIO BANDERAS VUELVE A TRABAJAR BAJO LAS ÓRDENES DEL DIRECTOR MANCHEGO. ASEGURA QUE ESTUVIERON TANTO TIEMPO SEPARADOS PORQUE NO PODÍA COMPATIBILIZAR SU AGENDA.
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VEINTE AÑOS DESPUÉS DE ATAME, PEDRO ALMODÓVAR VUELVE A TRABAJAR CON ANTONIO BANDERAS Y LO HACE CON UNA PELÍCULA A LA ALTURA DE LAS EXPECTATIVAS. UN FILM NOIR A LO HITCHCOCK, FILMADA EN UNA CASA DONDE FILMÓ BUÑUEL, CON UN BANDERAS TENEBROSO EN SU GELIDEZ, INTERPRETANDO UN MÉDICO PSICÓPATA EN LA TRADICIÓN DEL CINE CLÁSICO, QUE EXPERIMENTA CON TRANSGÉNICOS PARA CREAR UNA PIEL NUEVA EN UNA MUJER QUE MANTIENE SECUESTRADA.

"ME RECORDARÁN POR MIS FILMES CON PEDRO ALMODOVAR"

Una vez más, Antonio Banderas vuelve a trabajar bajo el mando de su compatriota Pedro Almodóvar, el director español de mayor relevancia internacional. Desde la última colaboración del tándem (ver recuadro), Atame, pasaron nada menos que 21 años. En el medio, Almodóvar ganó un Oscar por Hable con ella –protagonizada por Darío Grandinetti–, y se transformó en una estrella internacional con ofertas desde Estados Unidos, pero nunca dejó de trabajar en su España natal. En el medio, Banderas hizo pie firme en Hollywood, incluso se casó con una norteamericana como Melanie Griffith y caló tan hondo en la cuna del cine que Spielberg eligió su voz para componer al Gato con Botas de Shrek, que ahora tendrá película propia.

El film que los une es La piel que habito, donde Banderas compone a un cirujano plástico viudo a causa de un incendio, que encuentra una mujer a la que puede utilizar como cobaya humana de todo lo que hubiera hecho con su esposa para evitar su muerte.

—¿Por qué demoraste tanto en volver a trabajar junto a Almodóvar?

—Ha habido accidentes, las dos veces que me llamó Pedro, yo ya estaba con otros filmes. No podía decir que no a lo que ya estaba haciendo, estaba ligado contractualmente; si no, se hubiese producido el encuentro antes.

—¿Dirías que han llevado vidas paralelas en continentes diferentes?

—Sí. Lo que pasa es que Pedro lo ha hecho como un gran creador detrás de la cámara muchísimos años y yo como actor, que también se puede decir intérprete, porque interpretas las ideas de otro. He hecho cosas muy variadas. Yo creo que el cine, en líneas generales, sirve para muchos propósitos, y no le puedo pedir a un obrero que se ha tirado semana entera picando en una carretera que se vaya a ver 8 y 1/2, de Fellini, porque a lo mejor no le interesa; lo que quiere tras esa semana de trabajo es comprarse un pote de pochoclo e irse con su novia a ver Spiderman y después irse a su casa, y eso es legítimo. Pero también tiene que existir otro tipo de cine, que te haga reflexionar, que aborde las profundidades del alma humana. Yo, como intérprete, he jugado un poco de alguna forma muchas veces dentro de mi profesión como actor: he hecho cine para las majors, cine mainstream, he hecho películas para niños, he hecho películas de animación, he hecho películas sociales y he hecho películas con Pedro Almodóvar. Y Pedro Almodóvar es un estilo en sí mismo. Cuando yo me muera, está claro, alguien dirá: “Lo recordaremos también por sus películas con Pedro Almodóvar”. Eso será una de las cosas que se reconocerán del trabajo que hemos realizado juntos, esas cinco películas en los 80, que iban rompiendo las estructuras narrativas y dramáticas que existían en ese momento.

—En los 80 conociste al Pedro más crudo, más salvaje…

—Sí. Lo que pasa es que una de las grandes satisfacciones que yo me llevo en este rodaje es precisamente el reconocer que sigue siendo igual o más salvaje que el Pedro que yo me dejé en los años 80. Y eso es muy bueno, porque me hubiera dolido mucho encontrarme con un Pedro aburguesado, que ya conoce los códigos que el público quiere de él y que se lo hubiese dado como el que sirve en una hamburguesería. No. Me encuentro con un Pedro que sigue haciendo los platos muy difíciles de comer... Ya que estamos hablando de comida: en este mundo globalizado de hamburguesas que están muy ricas, pero que te sientan muy mal, un plato como éste no tiene precio.

—Esta película es algo perturbadora. ¿Cómo encontraste a Pedro en su evolución como cineasta? En estos momentos, ¿creés que sus películas van a seguir siendo de esta manera? ¿Cómo pensás que estará en cinco o diez años?

—Me he encontrado con un Pedro Almodóvar con el motor totalmente engrasado, sin rendirse al mainstream, explorando como hacía al principio, experimentando, expandiendo la fronteras de su propia personalidad cinematográfica y arriesgándose. Esa es la base fundamental del cine de Pedro Almodóvar. Quizá en la forma, lo he encontrado más austero, más minimalista, más económico y en el contenido, más profundo, más complejo, más serio, pero desde luego absolutamente más fiel a su personalidad. Para mí, esta película es más Almodóvar que Almodóvar mismo.

—¿Por qué deberían ver la película?

—La película tiene una reflexión profunda sobre la identidad, sobre la supervivencia, sobre el poder y sobre la creación porque en el fondo, mi personaje se inspira en su enfermedad mental de ser un semidios. Es una película que tiene en el medio uno de los giros más fuertes de la historia del cine.

—Tu personaje va de la venganza al amor, cuando lo usual suele darse al contratario…

—La venganza, al menos en la película y desde el punto de vista de mi personaje, es solamente el encender una mecha de algo más grande: la vocación que este personaje tiene por ser, por jugar a ser, Dios y al mismo tiempo interpretar eso con absoluta naturalidad. Es decir, es un personaje que, además, decide sobre el dolor ajeno. No solamente eso, sino que él piensa que el objeto de su experimentación no sólo no debe estar en contra de él, sino que probablemente debe estar agradecida, porque la ha hecho mejor de lo que era, y con ella, al mundo. Porque lo que está aportándole a ese mundo es mucho mejor que lo que el mundo tiene en estos momentos. Ese egotrip yo no he podido jugarlo escena por escena; tenía que dividir la narrativa de mi personaje en cosas absolutamente específicas que yo trataba de bajar al terreno de un doctor de familia. A un médico de familia que te habla de cómo usar los consoladores como si le estuviera recetando unas pastillas a una señora. Si yo me planteaba el personaje continuamente, cada escena en el todo general de la película, se me escapaba de las manos y me metía en un proceso moral en el que yo no estaba interesado, porque no me interesa juzgar a mis personajes desde el punto de vista moral. Al final, como resultado de la película, sí, pero no durante el proceso de hacerla.

UN DÚO DINÁMICO Y EXITOSO

La primera oportunidad en que los caminos de Banderas y Almodóvar se cruzaron fue en Laberinto de pasiones, de 1982. Por entonces, el actor contaba con 22 años y el director, con 33. Divertida y desaforada comedia sobre los cruces en el sexo –y en el género–; integraban también el elenco Imanol Arias –componía a un travesti– y la argentina Cecilia Roth, por aquel entonces “chica Almodóvar”.

Tres años más tarde iba a ser el turno del genial policial erótico Matador, con Assumpta Serna, Carmen Maura y Eusebio Poncela. En 1987 harían La ley del deseo, otra comedia que apuntaba a burlarse y subvertir los géneros sexuales, con hombres que se hacían mujeres pero elegían hacerse lesbianas y un elenco que integraban los ya estables del clan: Carmen Maura y Eusebio Poncela.

Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) fue uno de sus mayores éxitos de taquilla y significó el espaldarazo internacional de Almodóvar, nominación al Oscar incluida, repercutiendo en la imagen de Banderas más allá de la frontera ibérica. Sin embargo, fue recién en Atame, de 1990, cuando Almodóvar le da al actor su primer protagónico, como el hombre que sale de un psiquiátrico y decide secuestrar a la actriz personificada por Victoria Abril con el único objetivo de que se enamore de él, un film memorable con una última imagen, bucólica, de un coche andando por la ruta soleada y Banderas y Abril cantando, a modo de profecía para lo que fue la carrera de todo el grupo, “resistiré/para seguir viviendo”.

Por Laura Stark

Fuente: Perfil

Más información: www.perfil.com

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SUPERFICIE DE PLACER

Difícilmente Mary Shelley haya avizorado que con Frankenstein estaba dando vida a mucho más que una novela o una versión remozada del mito de Prometeo. Con su laboratorio, su castillo heredado de una familia previsiblemente aristocrática, su manía amoral, su ambición desmedida y su desprecio por las convenciones sociales, el científico “loco” (antes bien, perverso) pasó a formar parte del repertorio definitivo de la cultura moderna y en particular del cine. Recogiendo el guante de los románticos, el expresionismo alemán de los años ’20 supo multiplicar los doctores y profesores responsables de innumerables calamidades, desde la manipulación de sujetos por medio de la hipnosis (El gabinete del doctor Caligari, las Mabuse de Lang) hasta la creación de un robot destinado a reemplazar a una líder social con el propósito de conducir a los trabajadores a su propia ruina (Metrópolis). En su mayoría, sin embargo, estos villanos habían perdido un filo fundamental del buen Víctor: lejos de la mera condena al hombre que pretende arrogarse un derecho supuestamente divino, la criatura de Shelley conjuga en partes iguales el terror y la poderosa seducción que ejercen sobre nosotros las expectativas que tejemos acerca del avance de las ciencias. Sobre todo, la poderosa seducción.

Iba a ser en Estados Unidos, a partir de los años ’30 –muchas veces, de la mano de alemanes emigrados; no solo cineastas, sino fundamentalmente directores de fotografía–, que películas como las de James Whale, Tod Browning y Rouben Mamoulian devolverían a estos personajes su voluptuosidad. No obstante, en el transcurso del siglo distintos directores descubrirían que ese complejo borde era capaz de crecer hasta límites insospechados de la mano de la medicina. La química, las armas, la experimentación con animales, la investigación científica sobre lo no-humano, con toda su carga de manipulación, feroz y despiadada, sin duda alguna generaba una extraña inquietud. Pero cuando esa misma temeridad, ese mismo denuedo violento, se vuelca sobre el cuerpo de hombres y mujeres, de la mano de los guardapolvos blancos que al día de hoy encabezan el imaginario benefactor de la sociedad, para nuestra sorpresa no sólo hay más horror, sino también mayor encanto. Los efectos extasiantes y alucinatorios de las más diversas drogas, la ortopedia en su sentido más craso e invasivo y en particular, sin duda, el trazo ligero y frío del bisturí sobre la piel desnuda (¿nuestro equivalente al colmillo del vampiro?) constituyen las bases de una erotomanía perversa, asentada en el fervor a la vez sádico y masoquista con que el y la paciente se entregan, voluntariamente o no, a la figura del médico.

En ese sentido, La piel que habito, largometraje número dieciocho de Pedro Almodóvar, no sólo constituye una relectura del género de los científicos/doctores perversos en la línea de Cronenberg, el olvidado Russell o Georges Franju (a quien el director manchego citó explícitamente en numerosas entrevistas), sino ante todo un canto al erotismo perverso que se desprende de la propia ciencia médica. Los habituales procedimientos de estetización del español (el manejo de cámara, el uso alambicado del plano detalle, la atención a los sistemas cromáticos y una fotografía siempre refinada), aplicados a jeringas, bisturíes, agujas e incluso una gota de sangre asentándose en el portaobjeto que habrá de conducirla al microscopio, iluminan la sensualidad de un ámbito donde la angustia y el terror del paciente, al igual que su sumisión, desempeñan un lugar fundamental.

Es en torno a la sumisión, de hecho, que la película establece y construye todo su relato, en claro contraste con el sometimiento brutal y explícito por la vía de la violencia física. No sólo en el personaje de Vera (interpretado por la bellísima Elena Anaya), sino también en el de Marilia (Marisa Paredes), los límites del consentimiento y la voluntad articulan los pliegues de una trama que sería verdaderamente penoso anticipar a los lectores que no la hayan visto. Ocurre que, en un gesto soberbio, Almodóvar aprovecha las complejas estructuras temporales que viene trabajando en su cine desde Hable con ella para extender el problema también al espectador. En efecto, durante aproximadamente la primera hora de film, más allá de su belleza plástica y de lo claro de la situación en su nivel más inmediato –un cirujano (Antonio Banderas, a quien Almodóvar aquí dirige/conduce/somete de manera magistral) y su ama de llaves mantienen prisionera a una joven, sobre cuya piel él ha experimentado con medicina transgénica–, el espectador se ve imposibilitado de recomponer parte fundamental de la trama, imposibilitado de anticipar “a dónde va” la película, con lo que no le queda más que, claramente, someterse.

El quiebre llega de la mano de una situación que desentona de manera absoluta con el espacio límpido, aséptico y purista que hasta ese momento viene desplegando: la llegada de un joven disfrazado para carnaval, en un registro de actuación absolutamente distinto. En ese momento, así como Volver partía de la reelaboración seria de una trama descabellada comentada al pasar por el personaje de Leocadia en La flor de mi secreto (una mujer, al descubrir que su marido ha abusado de su hija, lo mata y lo esconde en una cámara frigorífica), la llegada de este personaje da pie a una duplicación seria de la hilarante escena de violación de Kika, y es a partir de esta crasa irrupción de la violencia bruta y explícita que la trama se permite reconstruir la historia hasta entonces velada (como el cuerpo de la joven, siempre cubierto por un obsesivo body de lycra color piel, de los pies hasta el cuello).

La película entones explota uno de sus mayores aciertos: la relación entre el villano y un área de la medicina que ha crecido exponencialmente en gran medida respondiendo al deseo de los pacientes, más que a su salud (la cirugía estética), convertida aquí en un arma con la que se intenta destruir una subjetividad. Así, de manera sutil, genera un punto de absoluta opacidad en la constante tensión entre el yo de la identidad y el cuerpo como una envoltura exterior (La piel que habito), a partir de la cual logra dar otra vuelta de tuerca a su planteo. ¿En qué medida –parece preguntarse Almodóvar– la relación del individuo con su propio deseo no constituye una instancia más de sumisión? Y entonces, marcada la diferencia con la violencia bruta, ¿en qué medida la “perversión” podría diferenciarse del deseo “normal”? Y peor aún, ¿qué es la identidad, qué es decir “yo”, cuando el “propio” deseo parece, antes bien, algo distinto de mí, que me somete, y no cesa de confundirse con ese cuerpo-exterioridad que sin embargo no es posible dejar de sentir como parte de sí mismo?

En ese juego de espejos entre apariencias, identidades y deseos termina perdiéndose, como reclama el mito, también el villano, el temible científico perverso. A medida que se extinguen las últimas imágenes (de manera impecable, al igual que el deseo, la película no termina en un ápice de éxtasis, sino que prácticamente se diluye, se pierde, se agota, sobre un yo que apenas alcanza a afirmarse), resulta bastante evidente que la presencia de Antonio Banderas, su “vuelta” al cine de Almodóvar para esta película, mucho más que con Atame, con quienes algunos han intentado ligarla, tiene que ver con aquel manifiesto feroz y pesimista que fue La ley del deseo.

Por Hugo Salas

Fuente: Radar

Más información: www.pagina12.com.ar

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