Los niños perdidos de El Salvador, por Carlos Dada.

Cerca de las 5 de la mañana de ayer tres hombres armados forzaron su entrada a las oficinas de Probúsqueda, en San Salvador; amordazaron a dos empleados que ya estaban en la oficina; quemaron varios archivos y se llevaron equipo informático; destruyeron pruebas de ADN; rociaron gasolina en varios cuartos y les prendieron fuego. Los empleados lograron desamarrarse y controlar el incendio pero la destrucción fue grande.

Aun no sabemos quién lo hizo pero no es difícil adivinarlo: los crueles, los perversos, los torturadores, los asesinos, los secuestradores de niños. Los que mantienen escondidos los cadáveres para que un pueblo oficialmente amnésico les llame héroes. Los que antes vivían de provocar miedo. Hoy son ellos los que tienen miedo. Miedo a que sepamos lo que hicieron. A que el daño a su lugar en la historia sea irreparable. A que la historia oficial cambie. Ellos fueron.

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Oficinas de Probúsqueda después del ataque. Foto de Mauro Arias. Cortesía El Faro.

Probúsqueda es la organización fundada por el padre jesuita Jon Cortina para dar con el paradero de miles de niños desaparecidos durante el conflicto armado salvadoreño (1980-1992). Han recibido más de 1,200 denuncias de menores desaparecidos, y ya han logrado encontrar a 387, algunos adoptados por familias extranjeras o por oficiales del Ejército salvadoreño.

Muchos de esos menores desaparecieron durante operativos militares. Algunos fueron raptados por soldados y posteriormente oficiales del Ejército los entregaban a redes de adopción de menores o los conservaban en sus propios hogares. O los mataban.

Por ejemplo: En mayo de1982, en un operativo militar al norte de Chalatenango, el Batallón de Infantería Belloso capturó ilegalmente a 53 menores después de matar a cientos de campesinos desarmados. Marina López Rivera y tres de sus hermanos están entre los 53 niños que el ejército se llevó. Sus padres están entre los cientos de campesinos desarmados que los soldados asesinaron en ese operativo.

Tres décadas después Probúsqueda encontró a los niños. Marina vive en Hawai, donde también vive el matrimonio estadounidense que la adoptó cuando tenía tres años. Dos de sus hermanos están en Francia. Francisca, la más pequeña, en España. El lunes pasado Marina regresó a Arcatao, el pueblo de donde se la llevaron. Y se reencontró con lo que quedó de su familia. Marina lloró en inglés.

De los 53 niños desaparecidos en aquel operativo, Probúsqueda ya encontró a 20. Lo ha hecho investigando por cuenta propia porque el Ejército, dos décadas después, aún se niega a proporcionar información o abrir sus archivos. El Estado salvadoreño tampoco ha hecho mucho por investigar estas redes de adopción; y nada por castigar a los responsables, como le ordenó ya la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

Probúsqueda sigue buscando. Presentó una denuncia ante la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia que sostuvo en su primera fase con testimonios de sobrevivientes. El lunes pasado, mientras Marina se reencontraba en Arcatao con su familia, la Sala de lo Constitucional suspendió la audiencia porque no se presentó nadie en representación de la Fuerza Armada. Ni siquiera respondieron a las notificaciones. La audiencia se reprogramó para este próximo lunes, 18 de noviembre. Ahí serían presentados documentos destruidos ayer en el ataque a las oficinas. Ahí estaban incluidos nombres de militares retirados, acusados de desapariciones forzosas. Así que a quemar la memoria. A borrar evidencia como en los viejos tiempos.

Pero no lograron su cometido. Hay copia de los documentos, hay testigos de las masacres, hay pruebas de ADN, hay testimonios de soldados.

El de ayer es el peor ataque contra una organziación vinculada a derechos humanos en El Salvador desde la firma de los Acuerdos de Paz. Pero no es el único. Se da y debe ser leído en el marco de una serie de acciones que pretenden obstaculizar el derecho de los salvadoreños a la verdad y a la justicia, dinamitado poco después de los Acuerdos de Paz con las leyes de amnistía que garantizaron protección e impunidad a los criminales de guerra.

Ahora esa impunidad está siendo revisada. Este año la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia admitió una demanda de inconstitucionalidad contra la amnistía. Derogar la amnistía, dicen sus defensores, es contrario a la estabilidad nacional. Eso dicen también los criminales de guerra, que cuentan con el apoyo de sus compañeros de armas. Los activos.

Paradójicamente, ha sido un presidente que llegó al poder con el partido de izquierda, Mauricio Funes, el que más poder y protagonismo político le ha dado al Ejército desde el fin de la guerra. Y fue su ministro de defensa (y luego de seguridad pública), el general David Munguía Payés, quien dio refugio en guarniciones militares a los generales y coroneles acusados por la Audiencia Nacional Española por el asesinato de seis sacerdotes jesuitas.

Hace apenas tres semanas, varios jefes militares activos rindieron homenaje público a los dos principales responsables de la masacre de El Mozote. Y no hubo una sola palabra de recriminación ni del presidente ni de su ministro de Defensa.

En las redes sociales, muchos salvadoreños comenzaron a expresar su visto bueno al homenaje a los asesinos. ¿Solo los guerrilleros puede homenajear a sus héroes? preguntaban. Señal inequívoca de lo poco que hemos entendido la diferencia entre el Estado y los bandos. El Ejército no es un bando. Eso al menos es lo que acordaron las partes en Chapultepec. El Ejército es una institución del Estado que no puede tener sus propios héroes si estos no son los de la patria entera. Y la patria entera no puede reconocer como héroes a quienes masacraron a más de mil civiles desarmados en El Mozote. La mitad de ellos niños.

¿Pero cómo van a comprender eso los salvadoreños cuando el presidente y su ministro de Defensa callan ante tal agravio contra las víctimas? A quemar la memoria. No vaya a ser que a los coroneles Monterrosa y Azmitia, los responsables de El Mozote, la nación les quite sus medallas póstumas y sus altares erigidos en los museos militares.

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Memorial a las víctimas en El Mozote, Morazán. Foto del autor.

Hay más. Por estos mismos días el arzobispo de San Salvador, José Luis Escobar Alas, mejor conocido por haber destruido el mural que adornaba la catedral, ordenó el cierre de Tutela Legal del arzobispado, la oficina fundada por monseñor Óscar Romero e institucionalizada por monseñor Arturo Rivera y Damas para atender a las víctimas y que documentó durante todo el conflicto armado violaciones a derechos humanos; asesinatos; desapariciones forzosas; torturas; masacres. Los archivos de esa oficina están ahora en el limbo, para regocijo de los criminales y vergüenza del arzobispo actual.

Los otros archivos que podrían ser determinantes, si acaso no han sido ya destruidos o purgados, son los de las Fuerzas Armadas. Pero abrirlos depende de dos personas que no tienen la volntad, o el poder, de hacerlo: el Comandante General de las Fuerzas Armadas, Mauricio Funes, y su ministro de Defensa, el general David Munguía Payés. Su abrumador silencio alrededor de toda esta cadena de hechos solo revela su ignorancia con respecto a la necesidad infranqueable de restituir la dignidad de las víctimas y proteger la memoria, como requisito para avanzar en la construcción de una sociedad funcional; o su debilidad ante las fuerzas más radicales.

Pero hay algo en lo que afortunadamente se equivocan los enemigos de la memoria: esta no podrá ser quemada. Ha persistido y sobrevivido a peores tiempos, cuando los gobiernos exigieron olvido. Cuando los criminales se sentían seguros. Cuando las víctimas no tenían visibilidad. La lucha por sacar a la memoria de la clandestinidad terminará venciendo y no habrá manera de evitar la divulgación de los registros de la infamia. Registros que se siguen engrosando con los estertores de los criminales y que escribirán, al final, nuestra verdadera historia. No importa cuánto intenten quemarla. Esa será nuestra narrativa.

Fuente: El Puerco Espin

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