Hoy se cumplen tres meses de la muerte de mi hija, MarÃa Victoria, después de un combate con fuerzas del Ejército. Sé que aquéllos que la conocieron la han llorado. Otros, que han sido mis amigos o me han conocido de lejos, hubieran querido hacerme llegar una voz de consuelo. Me dirijo a ellos para agradecerles pero también para explicarles cómo murió Vicki y por qué murió.
El comunicado del Ejército que publicaron los diarios no difiere demasiado, en esta oportunidad, de los hechos. Efectivamente, Vicki era oficial 2° de la Organización Montoneros, responsable de la prensa sindical, y su nombre de guerra era Hilda. Efectivamente estaba reunida ese dÃa con cuatro miembros de la SecretarÃa PolÃtica que combatieron y murieron como ella.
La forma en que ingresó a Montoneros no la conozco en detalle. A los 22 años, edad de su posible ingreso, se distinguÃa por decisiones firmes y claras. Por esa época comenzó a trabajar en el diario "La Opinión" y en un tiempo muy breve se convirtió en periodista. El periodismo en sà no le interesaba. Sus compañeros la eligieron delegada sindical. Cómo tal debió enfrentar en un conflicto difÃcil al director del diario, Jacobo Timerman, a quien despreciaba profundamente. El conflicto se perdió y cuando Timerman empezó a denunciar como guerrilleros a sus propios periodistas, ella pidió licencia y no volvió más.
Fue a militar a una villa miseria. Era su primer contacto con la pobreza extrema en cuyo nombre combatÃa. Salió de esa experiencia convertida a un ascetismo que impresionaba. Su marido, Emiliano Costa, fue detenido a principios de 1975 y no lo vio más. La hija de ambos nació poco después. El último año de vida de mi hija fue muy duro. El sentido del deber la llevó a relegar toda satisfacción individual, a empeñarse mucho más allá de sus fuerzas fÃsicas. Como tantos muchachos que repentinamente se volvieron adultos, anduvo a los saltos, huyendo de casa en casa. No se quejaba, sólo su sonrisa se volvÃa más desvaÃda. En las últimas semanas varios de sus compañeros fueron muertos: no pudo detenerse a llorarIos. La embargaba una terrible urgencia por crear medios de comunicación en el frente sindical que era su responsabilidad.
Nos veÃamos una vez por semana, cada quince dÃas. Eran entrevistas cortas, caminando por la calle, quizá diez minutos en el banco de una plaza. HacÃamos planes para vivir juntos, para tener una casa donde hablar, recordar, estar juntos en silencio. PresentÃamos, sin embargo que eso no iba a ocurrir, que uno de esos fugaces encuentros iba a ser el último, y nos despedÃamos simulando valor, consolándonos de la anticipada pérdida.
Mi hija no estaba dispuesta a entregarse con vida. Era una decisión madurada, razonada. ConocÃa, por infinidad de testimonios, el trato que dispensan los militares y marinos a quienes tienen la desgracia de caer prisioneros: el despellejamiento en vida, la mutilación de miembros, la tortura sin lÃmite en el tiempo ni en el método, que procura al mismo tiempo la degradación moral, la delación. SabÃa perfectamente que en una guerra de esas caracterÃsticas, el pecado no era no hablar, sino caer. Llevaba siempre encima una pastilla de cianuro, la misma con que se mató nuestro amigo Paco Urondo, con la que tantos otros han obtenido una última victoria sobre la barbarie.
El 28 de setiembre, cuando entró en la casa de la calle Corro, cumplÃa 26 años. Llevaba en brazos a su hija porque a último momento no encontró con quién dejada. Se acostó con ella, en camisón. Usaba unos absurdos camisones blancos que siempre le quedaban grandes.
A las siete del 29 la despertaron los altavoces del Ejército, los primeros tiros. Siguiendo el plan de defensa acordado, subió a la terraza con el secretario polÃtico, Molina, mientras Coronel, Salame y Beltrán respondÃan al fuego desde la planta baja.
He visto la escena con sus ojos: la terraza sobre las casas bajas, el cielo amanecido, y el cerco. El cerco de 150 hombres, los FAP emplazados, el tanque. Me ha llegado el testimonio de uno de esos hombres, un conscripto.
"El combate duró más de una hora y media. Un hombre y una muchacha tiraban desde arriba. Nos llamó la atención la muchacha porque cada vez que tiraba una ráfaga y nosotros nos zambullÃamos, ella se reÃa."
He tratado de entender esa risa. La metralleta era una Halcón y mi hija nunca habÃa tirado con ella, aunque conociera su manejo por las clases de instrucción. Las cosas nuevas, sorprendentes, siempre la hicieron reÃr. Sin duda era nuevo y sorprendente para ella que ante una simple pulsación del dedo brotara una ráfaga y que ante esa ráfaga 150 hombres se zambulleran sobre los adoquines, empezando por el coronel Roualdes, jefe del operativo.
A los camiones y el tanque se sumó un helicóptero que giraba alrededor de la terraza, contenido por el fuego. "De pronto, dice el soldado, hubo un silencio. La muchacha dejó la metralleta, se asomó de pie sobre el parapeto y abrió los brazos. Dejamos de tirar sin que nadie lo ordenara y pudimos verla bien. Era flaquita, tenÃa el pelo corto y estaba en camisón. Empezó a hablamos en voz alta pero muy tranquila. No recuerdo todo lo que dijo.
'Ustedes no nos matan' dijo el hombre 'nosotros elegimos morir'. Entonces se llevaron una pistola a la sien y se mataron enfrente de todos nosotros."
Abajo ya no habÃa resistencia. El coronel abrió la puerta y tiró dos granadas. Después entraron los oficiales. Encontraron a una nena de algo más de un año, sentadita en una cama, y cinco cadáveres.
En el tiempo transcurrido he reflexionado sobre esa muerte. Me he preguntado si mi hija, si todos los que mueren como ella, tenÃan otro camino. La respuesta brota de lo más profundo de mi corazón y quiero que mis amigos la conozcan. Vicki pudo elegir otros caminos que eran distintos sin ser deshonrosos, pero el que eligió era el más justo, el más generoso, el más razonado. Su lúcida muerte es una sÃntesis de su corta, hermosa vida. No vivió para ella: vivió para otros, y esos otros son millones.
Su muerte sÃ, su muerte fue gloriosamente suya, y en ese orgullo me afirmo y soy yo quien renace de ella.
Esto es lo que querÃa decir a mis amigos y lo que desearÃa de ellos es que lo transmitieran a otros por los medios que su bondad les dicte.
Rodolfo Walsh, diciembre de 1976