Hace casi treinta años, tras la guerra de Malvinas y antes de la vuelta de la democracia, la periodista española Maruja Torres escribió, para el diario “El País” de Madrid, una minuciosa semblanza del entonces teniente de navío Adolfo Ignacio Astiz. Se valió de los testimonios y descripciones de algunos sobrevivientes entre los 5 mil secuestrados que pasaron por la ESMA, quienes retrataron con detalles los entonces poco conocidos métodos de tortura y desaparición de personas. Esta semana se hizo justicia: Astiz pagará con prisión perpetua su papel protagónico en los años más oscuros. Un texto brillante.
Por Maruja Torres
29/10/11 - 02:00
Inmutable. La misma expresión hierática, tres décadas después. Alfredo Astiz se sentó en el banquillo en 1985, durante el primer juicio a las Juntas; y ahora, cuando fue condenado tras 22 meses de deliberación.
La persona que tengo ante mí y que –como los otros que me nutren para este reportaje– me pide que le respete el anonimato, ya que no los recuerdos, se explica a sabiendas de que me va a costar entenderle: “Cuando digo que Alfredo Astiz no es como le definen los periódicos no quiero significar que sea mejor. Sencillamente, es distinto. No es un torturador, en el sentido de que su misión no era conducir los interrogatorios ni aplicar la picana eléctrica, aunque seguramente alguna vez lo hizo si fue necesario. Pero es un torturador, a lo mejor el que más, porque él era uno de los que suministraban el material humano que luego iba a parar bajo las manos de los verdugos. Desde un punto de vista ético, moral y de responsabilidad histórica, Astiz está metido hasta el cuello. Sin embargo, no quiero ser injusto con él, y si alguna, vez volvemos a encontrarnos cara a cara, pretendo que sepa que nunca le falsifiqué, que expliqué su monstruosidad tal como era, sin simplificarla”.
La persona que tengo ante mí es uno de los pocos supervivientes –unos cien de entre los 5 mil secuestrados que pasaron por la tétrica Escuela de Mecánica de la Armada– que hoy permanecen refugiados en Madrid. Alguien que conocía a Astiz como quizá sólo las víctimas llegan a calar en sus verdugos.
Otro testimonio –otro superviviente– coincide: “No es un Martín Borman. Eso sería demasiado fácil”.
Y no es un personaje fácil, no, el teniente de navío Alfredo Astiz. No es un hombre a la manera de Pernía, alias el Rata, que antes de hincarle la picana en la carne a una mujer suplicaba: “Permiso, señora”. Ni a la de Acosta, alias el Tigre, un dandy que se cambiaba de atuendo varias veces al día y disponía de distintos relojes marca Rolex para conjugar con el traje, y que entre dos torturas practicaba la navegación a vela, y que descendía a la cámara de los horrores en chándal, con un whisky en una mano y un lanzagranadas en la otra, y que en plena aplicación del suplicio hacía una pausa para explicar, en su gracioso estilo onomatopéyico –“y entonces el destructor, brrrrrrrummmm, en vez de atracar, encalló, plas, plum, y chim, pom”–, ocurrentes chistes mientras sus víctimas gemían de dolor. Tampoco es como Benasi el minucioso, el concienzudo, que aplicaba el martirio tan prolijamente que más adelante fue enviado a Arabia Saudita para asesorar al rey Jaleb. “Astiz era un oficial típico de la Marina argentina. Si su nombre trascendió fue por haberse visto envuelto en asuntos internacionales.”
Intoxicación de titulares. Asuntos internacionales: dos monjas francesas y una súbdita sueca –la suequita, como ellos la llaman– capturadas, torturadas y asesinadas. Pero luego hablaremos de eso. Ahora estamos en que hay que prescindir de la intoxicación de titulares de periódico y notas de agencia, del Astíz pintado como un lobo sediento de sangre humana, para ceñirse a otra realidad mucho más compleja, a otro infierno.
Para entender a quienes se refieren a Alfredo Astiz como a un enemigo distinto –y no por ello menos pavoroso– hay que empezar imaginando, si se puede, ese edificio de cuatro plantas situado en el bonaerense barrio de Núñez, en la Avenida del Libertador, a cuatrocientos metros escasos del estadio de River Plate. La cámara de tortura está en el sótano; en la planta baja se encuentran las oficinas operativas y de inteligencia; en el primer piso hay cuartos vacíos, en el segundo están los dormitorios de los oficiales permanentes, y en el último, la capucha, en donde se hallan, en un ambiente, dividido por tabiques, los detenidos que no están siendo torturados. El mundo comienza y termina ahí, hasta el punto de que los gritos de los hinchas, que llegan amortiguados desde el estadio, parecen sonidos de ultratumba. Es como vivir en el interior de un submarino –es el otro lado del espejo–, la locura, quizá tanto para los verdugos como para sus víctimas. Porque la mayoría de quienes realizan entre esos muros su oficio de muerte tienen detrás una familia destrozada.
Un mundo en el que la lectura favorita de todos es la trilogía de Larteguy, Los centuriones, Los pretorianos y Los mercenarios. Un mundo en el que algunos de los secuestrados sobreviven porque precisamente han tenido alguna vez en sus manos esos libros, y para ellos es como un manual, un catálogo de lo que en la escuela van a encontrarse. Un mundo en el que el prisionero constituye la única familia de su capturador, porque en cuanto uno caía en las redes del Selenio –nombre de batalla del grupo operativo 3.3.3.2, de la Escuela de Mecánica de la Armada–, uno pasaba a pertenecer en cuerpo y alma al oficial que había dirigido la caza.
Tampoco puede entenderse la Escuela sin profundizar antes un poco en el papel de la Marina, cenicienta que ha sido a lo largo de la historia de Argentina, intentando siempre colocar presidentes en lo alto y fracasando siempre, tratando siempre de sobrepasar al Ejército y la Aeronáutica y desbordada siempre.
Ese rosario de frustraciones se vio interrumpido gracias a dos factores: la toma del poder por parte de la Junta Militar en marzo de 1976 y la ambición sin límites del entonces comandante en jefe de la Fuerza Naval, Eduardo Emilio Massera, quien vio la ocasión de hacerse con una importante parcela de poder a cambio de convertir la Escuela, que tradicionalmente servía para impartir enseñanza técnica y formar como suboficiales a muchachos de extracción modesta, en el primer centro de obtención de información enemiga del país; es decir, en el más importante templo de la tortura, el traslado, la desaparición, el exterminio.
Fue inútil que el Servicio de Inteligencia Naval pretendiera que la Escuela y su grupo operativo, Selenio, no se escaparan de su órbita. Massera hizo que ese instrumento de poder dependiera directamente de su voluntad, y a la Junta Militar le pareció muy bien, hasta el punto de que pronto Selenio extendió su radio de acción por todo el país y más allá de los océanos, a pesar de haber nacido con el pretexto de proteger los territorios adyacentes a la Escuela.
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La Marina te llama. En la Escuela se daban tres tipos de represores. Estaban los burócratas, la mayoría, un 70 por ciento, los típicos “hago-lo-que-hago-porque-me-lo-ordenan”, que cumplían al pie de la letra, sin pasarse ni quedarse cortos, y que se llamaban a sí mismos profesionales. Luego estaba un 20 por ciento de psicópatas, de esos que babean, lloriquean y jadean cuando torturan, y que pertenecen al prototipo del verdugo hollywoodense.
Y, finalmente, apenas un 10 por ciento, uno se encontraba con los convencidos, los que actuaban en nombre de una ideología. Eran los peores. Entre ellos se encontraba Alfredo Astiz. Desde muy niño había querido ser oficial de la Marina: por mucho que mire atrás no recuerda haber pretendido otra cosa. Y, de alguna manera, es natural, lo lleva en la sangre. Su abuelo poseía unos astilleros. Su padre fue un marino de los de cuerpo entero, de esos que permanecen en el puente de mando infundiendo valor a sus hombres, capaces de hundirse con el barco, a la manera de un personaje de Conrad o Stevenson. Lástima que tantas virtudes navales tropezaran con la ambición de Massera, que nunca le permitió llegar a contralmirante. En cambio, Massera estuvo encantado de introducir a Astiz hijo en el turbio asunto de la eufemísticamente llamada lucha antirrepresiva: era una forma de pringar a la Marina tradicional hasta el cuello en la más sórdida página que ha conocido la historia argentina.
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Alfredo Astiz tenía 23 años cuando triunfó el golpe y era prácticamente igual que ahora, igual de valiente, igual de seguro, con la sonrisa inocente, el mechón claro acariciándole la frente, el cuerpo de jugador de rugby, el talante caballeroso de oficial de elite frecuentador de niñas bien a las que no presta atención excesiva. La primera operación en la que el joven Astiz participa, antes de pertenecer a Selenio, tiene efecto poco después del golpe, cuando se procede a secuestrar –y podría decirse que es un secuestro hasta cierto punto legal, teniendo en cuenta lo que vendrá después– a políticos y sindicalistas que pueden oponerse al régimen de Videla. La operación se lleva a cabo utilizando microbuses, y Astiz se jacta de su eficacia, de que ha resultado mucho mejor que cuando el golpe de 1966, en el que, segun le han dicho, hicieron lo mismo utilizando microbuses de una sola línea y, claro, aquello fue un desmadre.
Más adelante, a principios de 1977, Astiz llega a la Escuela de Mecánica de la Armada como uno de los oficiales rotativos que operan contra los montoneros durante períodos de tres meses y que luego son enviados a otro destino, a descansar y, sobre todo, a olvidar la sucia tarea que estuvieron desempeñando: otro ingenioso invento de Massera para implicar a la oficialidad en la represión.
La suequita. De la desaparición de la ciudadana sueca Dagmar Hagelin –de apenas 16 años–, como de la monjas francesas, los montoneros supervivientes carecen de información directa, y la que tienen les viene de terceros, de médicos o guardianes de la Escuela. Parece bastante seguro, sin embargo, que Alfredo Astiz participó en la operación de captura como uno más entre la treintena de oficiales que sitió la casa a la que ella acudió, aunque resulta bastante probable que la bala que se alojó en su cabeza perteneciera a la escopeta que el joven Astiz –alias el Rubito–solía utilizar en este tipo de operaciones. El disparo rozó el cerebro de Dagmar y la dejo hemipléjica, sin control de esfínteres. Luego la llevaron a la Escuela, la torturaron y, finalmente, la mataron.
En aquel tiempo, la orden de eliminación tenía que proceder de Acosta, el jefe máximo del grupo: Astiz todavía era un recién llegado. Uno y otro habían cometido un dramático error, porque Dagmar no era la montonera que buscaban. Pero cuando pensaron en devolverla, en vista del escándalo internacional que la Embajada sueca estaba organizando, consideraron que la muchacha estaba impresentable. La suprimieron.
“¿Qué han hecho con ‘el Rubito’?” La operación más brillante en que Astiz participó, aquella por la que más tarde se haría, como suele decirse, tristemente famoso, fue su infiltración en el movimiento de las Madres de Plaza de Mayo. Se le puede imaginar fácilmente: joven, rubio, guapo, simpático, tierno, el hijo con el que todas aquellas mujeres desangradas podían identificarle. Apareció en la Plaza de Mayo fingiendo ser hermano de un estudiante desaparecido.
En esa misma ocasión la policía –una hábil maniobra–carga sobre las madres, él trata de defenderlas a golpes, las madres se conmueven, se arrojan sobre los agresores, le rescatan.
Y a partir de ese momento, Alfredo Astiz se convierte, para ellas, en el Rubito, alguien a quien proteger y adoptar, alguien que les protege a su vez. Le introducen en la comisión, y él y una montonera detenida en la Escuela que más tarde se une a él en la infiltración, fingiendo ser hermana suya –hoy, vive en Madrid y afirma que fue obligada a ejecutar ese trabajo–, consiguen asistir a diversas reuniones. El día en que se produce la recaudación de fondos, cuando las dos monjitas francesas, Alice Domon y Léonie Duquet, acuden a la modesta colecta que han obtenido por su parte, los de Selenio caen sobre ellas. Son capturadas las dos religiosas y 13 madres, y también el Rubito y la Rubita, pero a éstos se les deja en libertad inmediatamente, aunque sus víctimas lo ignorarán siempre.
“¿Dónde está el Rubito?, ¿Qué han hecho con él?”, dicen que preguntaban las monjas en su celda, encapuchadas y con grilletes en tobillos y muñecas. Y dicen también que nadie se atrevíó a contarles la verdad.
(…)
El ocaso del guerrero. Dicen que Alfredo Astiz, a veces, reflexionaba en voz alta sobre el futuro. “Si la Marina me larga por lo que he hecho aquí, ¿a qué me voy a dedicar? Claro que”, se animaba, “tengo una buena capacidad técnica, soy hombre rana, paracaidista, experto en explosivos, sé hacer muchas cosas... Podría irme a un país africano como mercenario.” Luego, de repente, renacía su confianza: “No, el Anna no me abandonará”.
Y no le abandonó. Le dio finalmente, como premio, la guerra con la que había soñado desde que era pequeño. Después de haber combatido en esa otra guerra rastrera contra madres y monjas, después de haber asesinado concienzudamente, el teniente de navío Alfredo Astiz pudo finalmente combatir contra verdaderos destructores, contra cañones auténticos y soldados entrenados como él para la muerte.
Y entonces se rindió. De acuerdo con su lógica marcial, hubiera tenido que pegarse un tiro: pero ahí le falló el personaje. Por eso, ahora, quienes le recuerdan, dicen que es un monstruo con fisuras. Un monstruo con los pies de barro.
*Publicado en El País el 22/05/1982.
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